¿Es la globalización la única culpable de los problemas de occidente?
15 de Marzo de 2017 - Destacados
En el libro que lo catapultó a la fama, John Maynard Keynes celebraba el “extraordinario episodio en el progreso económico del hombre … que llegó a su fin en agosto de 1914″, la primera ola de globalización erradicada por la primera guerra mundial.
Acabamos de completar una segunda era de globalización, tan extraordinaria como la primera. Gracias a ella miles de millones de personas son más ricas y más libres. Pero los que se sienten olvidados por la economía global, sobre todo la clase trabajadora nativa de países occidentales, ahora se están revelando.
La pregunta es si esto marca el fin de la globalización. Hay tres razones que permiten pensar que la economía global abierta de hoy está en condiciones de resistir al ataque.
Primero, en el futuro Occidente ya no podrá decidir por si solo. El discurso “la matanza estadounidense” de Donald Trump fue sólo el segundo de dos alocuciones importantes que hubo en la misma semana de enero. La primera fue del presidente chino Xi Jinping en Davos, donde defendió la globalización y pidió ser el líder de la economía global abierta.
La globalización misma redujo la riqueza relativa de las economías avanzadas y fortaleció a las emergentes. En los países en desarrollo, el comercio ayudó a sacar de la extrema pobreza a más de mil millones de personas. Como resultado hay mucho menos populismo anti globalización del que ahora enturbia Occidente.
El mundo emergente tiene un profundo interés en mantener funcionando la globalización y en retener mayor poder para defenderla que antes; y rechazan ferozmente un regreso del proteccionismo.
Segundo, incluso sin resistencia para EE.UU. (ni hablar de las economías más chicas) es más difícil desglobalizar que antes. Hoy el comercio internacional está impulsado por flujos de conocimiento, que no se pueden detener con aranceles y muros, y por la producción a gran escala que es posible gracias a las cadenas de suministros que cruzan fronteras.
En palabras del economista Richard Baldwin, colocar barreras comerciales entre EE.UU. y México es como construir un muro en el medio de una planta de producción. Esa medida no hará que la industria local sea más competitiva. Lo mismo se aplica al Reino Unido con su salida del mercado único.
Tercero, la aplicación de un programa proteccionista demostraría que el antiglobalismo no da resultado: la globalización tiene poca culpa de los problemas económicos de Occidente, como las pocas oportunidades que tienen los trabajadores nativos con baja capacitación. La menor necesidad de obreros industriales, por ejemplo, se debe en gran parte al precio del éxito. Así como la agricultura alimenta a poblaciones enteras pero emplea a una diminuta fracción de sus trabajadores, el empleo fabril seguirá disminuyendo. Los trabajos restantes requerirán de alta capacitación para el manejo de máquinas de avanzada.
Con o sin proteccionismo, esas fuerzas significan que los trabajos manuales sobre los que se construyeron las culturas de algunas comunidades y de la clase trabajadora no van a volver. El crecimiento del mercado laboral en el futuro se dará en el área de servicios. Los antiglobalistas que prometen recuperar las fábricas están mintiendo, un hecho que queda expuesto en cuanto pongan en práctica sus programas.
A la inversa, muchas políticas locales pueden ayudar a quienes quedaron económicamente olvidados. Mejor distribución, seguro social contra desempleo o problemas de salud, educación y capacitación, controles para evitar abusos del poder del mercado. Todo podría haber mantenido a raya el desempleo y el estancamiento salarial. La noción de que globalización limita la autonomía nacional puede sonar convincente en teoría; en la práctica no se puso a prueba ninguna limitación.
Si quienes fijan políticas en Occidente realmente tratan de hacer todo lo que pueden por ayudar a quienes quedaron olvidados, encontrarán mucha más autonomía nacional sin usar. Emplear mejor esa autonomía sería demostrar que la globalización no tiene la culpa.
Fuente: El Cronista / Financial Times